Editorial: Un espejo de nuestro pasado

Diciembre 10 de 2025

Augusto Galán Sarmiento MD. MPA

Director del Centro de Pensamiento Así Vamos en Salud

Ecuador vive hoy una crisis sanitaria profunda, cuyos síntomas no son súbitos: largas esperas, prestaciones desiguales según el tipo de asegurado, hospitales públicos sin recursos suficientes, un seguro social que actúa más como pagador de facturas que como verdadero gestor del riesgo y un sector privado que crece para suplir lo que el Estado, por diseño institucional, no puede garantizar. Es la consecuencia de un sistema segmentado, fragmentado y financieramente tensionado, muy semejante al que Colombia conoció antes de 1993.

La estructura ecuatoriana de salud está construida sobre compartimentos estancos. No la han podido cambiar. El Ministerio de Salud cubre a la población general sin aporte. El IESS asegura a trabajadores formales y sus familias. Las Fuerzas Armadas y la Policía administran sus propios sistemas paralelos. Hasta los gobiernos locales desarrollan provisiones adicionales. Cada uno recauda, gestiona y presta conforme a sus propias reglas. Cada uno diseña su propio plan de beneficios. Cada uno financia lo que puede, no necesariamente lo que debería. En ese mosaico inconexo, el ciudadano termina afectado: pierde continuidad, oportunidad, calidad; pierde vida.

El IESS -corazón del aseguramiento ecuatoriano- recauda cotizaciones, contrata prestadores, paga lo que factura el hospital o la clínica y se desliza por la pendiente de sus déficits crecientes. No evalúa riesgos poblacionales ni contrata por resultados; no integra información ni coordina redes; simplemente procesa cuentas. Es una versión contemporánea del antiguo ISS colombiano, ese que tantos dolores dejó y que, sin embargo, algunos pretenden resucitar.

La situación ecuatoriana evidencia lo que ocurre cuando los sistemas carecen de gestión integral: sin articulación entre niveles de atención, la puerta de entrada se atiborra; sin prevención organizada, la enfermedad crece; sin fondo común de recursos, la financiación no está alineada con resultados y los recursos se diluyen sin un asegurador que asuma responsabilidad sobre la salud de la población. Los hospitales terminan sin brújula y sin timonel.

En Colombia vivimos ese pasado durante décadas. Un sistema partido en tres: el subsector público con el 13 por ciento del presupuesto total del sector debía atender al 60 por ciento de la población; el aseguramiento social sin cobertura familiar y con obligaciones que nunca podía cumplir; y el subsector privado que consumía el 57 por ciento de los recursos, cubría sólo al 17 por ciento de la población. Cada institución velaba por su propio equilibrio contable y nadie respondía por el estado de salud del ciudadano. Los más pobres eran los más desprotegidos. Esa realidad cambió con la Ley 100, que nos permitió construir un aseguramiento solidario, universal y con gestión del riesgo, articulando redes y financiado con una unidad de pago por capitación y exigiendo resultados.

Pero ese avance está hoy en entredicho. La propuesta de reforma del Gobierno colombiano insiste en llevarnos de regreso a un modelo que se parece demasiado al ecuatoriano: financiamiento desequilibrado, aseguradores reducidos a simples operadores administrativos, centralización de recursos sin responsabilidad por resultados y un retorno al hospital público como eje de la organización sanitaria, lejos del paciente y de su riesgo. Buscan desmontar la gestión integral de riesgos construida durante tres décadas, para reemplazarla por un sistema donde nadie vela por la salud de la población y todos se limitan a prestar servicios “según disponibilidad presupuestal”; el mismo eufemismo que hoy sufren miles de ecuatorianos atrapados entre la necesidad y la escasez.

El riesgo no es abstracto. Está encarnado en un antecedente que opera dentro de nuestro propio Estado: el FOMAG. Ese fondo de salud del magisterio colombiano reproduce casi al detalle el funcionamiento del seguro social ecuatoriano: un pagador de facturas por prestación de servicios, sin gestión del riesgo en salud, sin continuidad en la atención, sin articulación entre niveles, sin estándares nacionales comunes, sin incentivos de calidad y con resultados opacos para los beneficiarios. La incapacidad estructural del FOMAG para anticipar riesgos, planificar el cuidado y garantizar acceso oportuno debería ser suficiente advertencia. Sin embargo, es exactamente hacia ese modelo al que apunta la reforma oficial.

La experiencia ecuatoriana nos habla desde el presente; nuestro pasado colombiano, desde la memoria. Ambos convergen en una misma lección: carecer de la gestión integral del riesgo es una vía rápida hacia la inequidad, la ineficiencia y el colapso progresivo del financiamiento.

Ecuador es un espejo. Y la imagen que nos devuelve, si se persevera en la reforma gubernamental, se parece demasiado a lo que creíamos superado. Reiteramos, la salud de una nación no debería basarse en nostalgias institucionales ni en la tentación de rehacer modelos que ya fracasaron. Colombia no tiene por qué repetir la historia. Pero para evitarlo, debe mirar esos espejos con valentía y actuar antes de que la imagen se nos convierta en destino.