Editorial: progresividad y desperdicio

Augusto Galán Sarmiento MD. MPA
Director del Centro de Pensamiento Así Vamos en Salud
Este gobierno materializó el riesgo financiero del sistema de salud, lo que puso en evidencia que el maravilloso plan de beneficios que pretendemos no tiene los recursos presupuestales para financiarlo.
La sostenibilidad del sistema no se logra con algún malabar contable ni con un simple ajuste de tarifas. Se sostiene sobre dos columnas que requieren atención normativa, gestión decidida y un compromiso real de todos los agentes del sector: la lucha contra el desperdicio en salud y la aplicación de la progresividad y la priorización como expresión de la justicia distributiva. Sin estos dos pilares, cualquier intento de reforma será apenas un paliativo en un paciente que como ya lo describimos, se encuentra en cuidados intensivos.
El desperdicio en salud es tan frecuente como negado. Se manifiesta en procedimientos innecesarios, duplicidades diagnósticas, hospitalizaciones evitables, ineficiencias en la compra y uso de medicamentos, y unas prácticas que consumen recursos sin aportar valor real a la vida de los pacientes. Estudios internacionales estiman que entre un 20 y un 30 por ciento del gasto total en salud puede catalogarse como desperdicio, es decir, como un uso de recursos que no genera beneficios en salud o incluso puede ser dañino.
Experiencias como las del Choosing Wisely Campaig en Estados Unidos, la estrategia del NHS Rigth Care en Inglaterra o programas semejantes en Canadá y Suecia, muestran que es posible reducir pérdidas con decisiones basadas en evidencia, transparencia en la gestión y compromiso clínico.
En este frente, las clínicas, hospitales y en general las IPS tienen una responsabilidad directa. No se trata solo de optimización administrativa, sino de un compromiso con el paciente y el bien común. Eliminar practicas que no aportan valor, implementar protocolos de atención costo-efectivos, fortalecer la auditoría clínica y rendir cuentas sobre los resultados en salud son tareas que se deben consolidar más, sin aplazamientos. La eficiencia, entendida como la mejor utilización de recursos para lograr el mayor impacto en la salud, es un deber moral y financiero.
El segundo pilar, la progresividad y la priorización, impacta el corazón mismo de la equidad. La justicia distributiva no es una consigna académica sino una condición de legitimidad para cualquier sistema de salud. El reto es claro: en Colombia, el riesgo financiero se materializó en este gobierno. Un plan de beneficios amplio, generosos y formalmente universal se encontró con un presupuesto insuficiente, que este gobierno no quiso ajustar, y en esa brecha se incubó la crisis que hoy padecemos.
Aquí resulta válido mirar hacia afuera. Países como Noruega y Suecia han desarrollado agencias especializadas que definen, con criterios explícitos de costo-efectividad y equidad, cuáles tecnologías y tratamientos se priorizan en su cobertura. El Reino Unido, a través del NICE, se convirtió en referente mundial al establecer umbrales de costo-efectividad que permiten balancear innovación, sostenibilidad y acceso. Incluso países de ingresos medios como Chile han avanzado con planes garantizados y priorización explícita de prestaciones bajo criterios de impacto poblacional. Estas experiencias muestran que la sostenibilidad solo es posible cuando la sociedad acepta, de manera transparente, que todo no puede financiarse al mismo tiempo y que la progresividad es la ruta para garantizar lo esencial; un principio que se encuentra en la sentencia T-760 y en la Ley Estatutaria de Salud.
La progresividad no implica renunciar a la universalidad, sino que ésta última debe ser alcanzada con pasos firmes, responsables y graduales. La priorización no es sinónimo de restricción arbitraria, sino de decisiones sociales conscientes sobre cuáles servicios salvan más vidas, previenen más enfermedades y generan mayor bienestar colectivo.
Ambas dimensiones exigen consciencia y compromiso. La primera, desde las IPS y sus profesionales, para reducir el despilfarro y honrar la eficiencia como un deber ético y social. La segunda, desde los decisores y ejecutores de la política pública, y la ciudadanía, para aceptar que la justicia distributiva impone reglas claras, progresivas y solidarias. La combinación de ambas es lo que permitirá que los recursos limitados alcancen el mayor beneficio posible.
La sostenibilidad del sistema de salud se juega, entonces, en ese doble terreno: eficiencia y equidad; racionalidad en el gasto y progresividad en la cobertura. Lo demás son aplazamientos que solo prolongarán la crisis.
Quizá haya llegado la hora de hablar sin rodeos de un nuevo contrato social en salud. Uno que no se limite a proclamar derechos sin medir costos, ni a exigir eficiencias sin reconocer deberes. Un contrato que una a usuarios, pacientes, trabajadores, prestadores, aseguradores y al propio Estado en la comprensión de la salud como un bien público, sostenido por todos y para todos. Sin ese pacto explícito, la tensión entre recursos finitos y expectativas infinitas seguirá amenazando el edificio que con tanto esfuerzo nos ha costado levantar.






