Editorial: La seguridad social y el espejismo del empleo

Augusto Galán Sarmiento MD. MPA
Director del Centro de Pensamiento Así Vamos en Salud
Las cifras pueden presentarse como espejismos. Colombia ha celebrado en los últimos meses la reducción del desempleo, que ronda hoy niveles cercanos al 8 por ciento, los más bajos en dos décadas, aunque hay cuestionamientos al método y a la forma como el DANE presenta los datos. A simple vista, parecería que el mercado laboral ofrece un respiro después de la pandemia. Sin embargo, al contrastar ese dato con los números de la seguridad social y los del salario mínimo, se advierte una incongruencia peligrosa que compromete la calidad del empleo y también la financiación adecuada del sistema de salud.
En efecto, como sabemos, la cobertura del aseguramiento en salud alcanzó desde hace años la universalidad, un logro histórico en la región. En 1992 apenas el 23 por ciento de la población estaba afiliada. Hoy, después de tres décadas de expansión, las cifras oficiales muestran que el 98 por ciento de los colombianos se encuentra en el sistema. Pero ese logro esconde un dato menos alentador: mientras el régimen subsidiado sigue creciendo y supera los 26 millones de afiliados, el contributivo permanece estancado en torno a los 23 millones desde hace cerca de 10 años.
Dicho de otra forma, el país tiene más ocupación, pero no más empleo formal. El crecimiento se lo lleva la informalidad que llena la estadística de ocupación, pero no nutre las arcas de la seguridad social. El sistema se sostiene sobre una paradoja: la cifra del desempleo baja, la ocupación sube, pero los ingresos por cotización no crecen; y si no crecen los aportes, la salud se financia cada vez más con transferencias del Estado hacia el régimen subsidiado, cargando la presión sobre los recursos fiscales.
Al mismo tiempo, el salario mínimo legal ha tenido una dinámica particular. En los últimos veinticinco años pasó de $236.460 en 1999 a $1.423.500 en 2025. Los incrementos anuales, que a finales de los noventa llegaron a superar el 20 por ciento, se estabilizaron en torno al 6-7 por ciento en la década pasada. Pero en los últimos tres años, el ajuste ha sido históricamente alto: 16 por ciento en 2023, 12 en 2024 y 9,5 en 2025. Más allá de populismos, se busca proteger el poder adquisitivo de los trabajadores frente a la inflación y, en parte, recuperar terreno perdido durante la pandemia.
El problema es que, en un país con más de la mitad de su población ocupada en condiciones de informalidad, un aumento significativo del salario mínimo también eleva el costo de la contratación formal y puede desincentivar a los empleadores. La consecuencia es la misma que se observa en los datos: se generan puestos de trabajo, sí, pero una proporción creciente lo hace sin afiliación contributiva. Se paga entonces el precio de una paradoja social: el ingreso de alguna mejora, pero la sostenibilidad de la seguridad social se deteriora.
El triángulo de tensiones no ha sido resuelto: por un lado, la política salarial busca garantizar ingresos dignos; por otro, el desempleo desciende y da señales de recuperación; pero la afiliación contributiva permanece estancada. Sostener el grueso de la universalidad sobre subsidios y no sobre aportes, erosiona la base de financiación del sistema de salud y afecta su sostenibilidad.
Los riesgos no son teóricos. La presión fiscal es creciente, hay déficits estructurales de la salud y se incrementa la presión sobre los recursos públicos que deben destinarse al régimen subsidiado. Cada incremento del salario mínimo, que supera la productividad de la economía, contribuye a ampliar la brecha entre la formalidad deseada y la informalidad real. Se genera así un espejismo: cifras de desempleo bajas y salarios más altos en el papel, mientras la calidad del empleo y la base financiera del sistema de salud se desmoronan.
Colombia necesita una estrategia integral de formalización laboral. Ello supone políticas que combinen productividad, capacitación y flexibilidad en la contratación. El aumento del salario mínimo no puede seguir siendo la única herramienta de política laboral, porque como vemos, termina por golpear la calidad del empleo y comprometer la sostenibilidad de la seguridad social. El país debe preguntarse, sin dogmatismos, cómo equilibrar la protección del ingreso de los trabajadores con la generación de empleo formal.
Si no se enfrenta esta contradicción, los avances en cobertura se volverán limitados y el sistema de salud entrará en un círculo vicioso: más gasto en subsidios, menos ingresos por cotizaciones y una carga fiscal cada vez más difícil de sostener. La ecuación correcta no es solo financiera ni sanitaria, también es laboral. Sin empleo formal, no habrá seguridad social sostenible; y sin sostenibilidad, la universalidad del seguro de salud se puede convertir en otro espejismo estadístico, incapaz de conservarse en el tiempo.






