Editorial gobernanza en salud: avances necesarios, retrocesos preocupantes

Mayo 22 de 2025

Augusto Galán Sarmiento MD. MPA 
Director Centro de Pensamiento Así Vamos en Salud 
 

La discusión sobre la reforma a la salud se mantiene expectante en el Senado en medio del ambiente tenso que vive el país. En esa incertidumbre, el proyecto de ley 312 de Cámara/410 de Senado trae algunas propuestas que merecen resaltarse. No todo lo que contiene esa iniciativa es negativo. Hay elementos que apuntan en una dirección adecuada.

Por ejemplo, la creación del Consejo Nacional de Salud es una idea que recupera la participación multisectorial, algo que había quedado relegado en los últimos años. Este Consejo, con presencia de sectores sociales, territoriales, académicos y étnicos, podría convertirse en una instancia relevante para devolver legitimidad y deliberación plural a las decisiones del sistema.

También es acertado que se reafirme la rectoría del Ministerio de Salud. Consolidar la autoridad técnica del ministerio para definir políticas en salud pública y sanitaria está bien. En esa misma línea, la propuesta de avanzar hacia un sistema interoperable de información es clave; una plataforma tecnológica que permita rastrear decisiones clínicas, pagos, servicios y resultados, sería una palanca valiosa para mejorar la transparencia y la eficiencia.

El énfasis que hace el articulado en modular mejor la gestión territorial también es un paso positivo, siempre y cuando se garantice que las entidades territoriales cuenten con el soporte técnico, financiero e institucional adecuado.

Hasta ahí, lo que puede destacarse. Pero el resto del articulado preocupa. Mucho. Porque mientras por un lado se habla de participación y articulación, por el otro se configura un modelo de gobernanza altamente centralizado, con una concentración peligrosa de poder técnico, financiero y operativo en pocas manos. La más evidente: la ADRES.

La eliminación de las EPS, más allá de sus controversias, borra de un plumazo un espacio donde han coexistido actores públicos, privados y mixtos bajo regulación estatal. Ese modelo no ha sido perfecto, pero ha ofrecido un equilibrio. Las Gestoras de Salud y Vida que plantea la reforma son figuras nuevas, sin historia, sin marco claro, sin instrumentos definidos. Su responsabilidad planteada es ambigua y limitada.

Mientras tanto, la ADRES se convertiría en el verdadero corazón del sistema. Tendría que recaudar, pagar, auditar, contratar, supervisar, controlar redes, coordinar territorios, reportar información, y hacerlo de manera eficiente. Todo esto, sin haberse transformado previamente. La sobrecarga institucional sería monumental; y los riesgos, evidentes: cuellos de botella en la operación, demoras en los pagos, interrupciones en los tratamientos, pérdida de continuidad para los pacientes y deterioro del servicio.

Pero hay más. La ADRES se convierte en pagador único y auditor al mismo tiempo. Sin controles cruzados ni supervisión independiente. Más de 90 billones de pesos al año en manos de una sola entidad, sin contrapesos. Eso es terreno fértil para decisiones arbitrarias, opacidad, clientelismo y corrupción.

Detrás de esa arquitectura centralizada, lo más delicado: el debilitamiento de la protección financiera de los usuarios y pacientes. Si se elimina la figura del asegurador especializado y se traslada la gestión del riesgo a un aparato estatal disperso y sin capacidad demostrada, se abre la puerta a pagos informales, descoordinación operativa, aumento de tutelas y caída en la calidad.

No hay claridad sobre cómo se mantendrá el equilibrio entre sanos y enfermos, ricos y pobres, y regiones con más o menos capacidad instalada. Con la desaparición del mecanismo de compensación de la UPC, la redistribución solidaria queda en entredicho.

Todo esto, sin cumplir con los mínimos constitucionales exigidos para una reforma estructural. El proyecto no tiene un cronograma detallado de implementación, carece de un aval fiscal real por parte del Ministerio de Hacienda, no establece metas intermedias, ni mecanismos de evaluación; y lo más grave: no explica cómo evitar que los pacientes sufran durante el periodo de transición.

Sí, la propuesta puede tener un norte legítimo: fortalecer la salud pública, ampliar el acceso, mejorar la calidad. Pero sus herramientas están desbalanceadas. Centraliza sin fortalecer. Promete sin garantizar. Cambia sin asegurar derechos. Y pone en riesgo lo que ha funcionado en los últimos años.

Una reforma a la gobernanza del sistema de salud debe buscar equilibrio. Debe fortalecer la rectoría técnica del Estado, pero también respetar la autonomía operativa de los actores, garantizar control ciudadano, proteger a los usuarios y generar reglas estables que no dependan del capricho del político de turno. Este proyecto de ley no logra ese equilibrio. En vez de corregir, trastoca. En vez de construir sobre lo ganado, desmonta sin plan; y eso, en salud, puede costar muy caro.