Editorial: de personas a edificios

Augusto Galán Sarmiento MD. MPA
Director del Centro de Pensamiento Así Vamos en Salud
La salud es una inversión irrenunciable que define la dignidad, la productividad y la justicia social de una Nación. Ahora que se reinicia en la Comisión Séptima del Senado el debate sobre la reforma al sistema, el país enfrenta un escenario complejo: a ese proyecto se han sumado el cuestionado Decreto 0858 y su Resolución 1789 sobre territorialización, así como el borrador de anteproyecto de ley que reorienta los recursos del Sistema General de Participaciones (SGP) y modifica el régimen de competencias de los entes territoriales. No basta la crítica ética: se requiere un escrutinio empírico, porque de estas normas depende si seguimos avanzando en la reducción de la pobreza o si caemos en una regresividad encubierta.
Todas esas iniciativas del gobierno comparten un propósito: desmontar el aseguramiento en salud. El camino escogido es volver al subsidio a la oferta, es decir, girar los recursos a hospitales y centros de salud según su infraestructura, su dotación y su pasado presupuestal. Una decisión que resucita el esquema de presupuestos históricos, tan ineficiente como inequitativo.
Con ello se desmantelaría el modelo de subsidio a la demanda que, a través del aseguramiento subsidiado, ha permitido que los más pobres accedan a servicios de salud sin costos directos. La diferencia es sustancial: el subsidio a la demanda no financia edificios, financia derechos. Protege a los hogares de gastos catastróficos y evita que la enfermedad acreciente la pobreza.
Las cifras son elocuentes. Según la Encuesta Nacional de Calidad de Vida de 2022, el 94,7 % de los colombianos está afiliado al sistema general de salud. De ellos, el 54,8 % pertenece al régimen subsidiado: millones de personas que, sin capacidad de pago, hoy cuentan con cobertura. En zonas rurales, donde la pobreza se siente con más crudeza, el 84,7 % depende de este régimen. Es decir, el aseguramiento subsidiado ha sido un verdadero escudo social de quienes más lo necesitan.
El impacto sobre la desigualdad también está documentado. El estudio “Incidencia del Gasto Público Social en Colombia” encontró que el subsidio a la demanda en salud explicó cerca del 18,4 % de la reducción en el coeficiente de Gini, convirtiéndose en uno de los instrumentos más progresivos del gasto social. Este logro se alcanzó por el subsidio a la demanda y podría desaparecer si los recursos vuelven a financiar estructuras físicas antes que personas.
El subsidio a la oferta, aunque útil para garantizar la existencia de infraestructura hospitalaria, acarrea debilidades insalvables. Los presupuestos históricos hacen rígido el gasto: los recursos se entregan donde hay hospitales, no donde los ciudadanos necesitan más servicios. La eficiencia también se pierde, pues financiar capacidad instalada sin ligarla a la demanda real genera camas vacías en unos sitios y hacinamiento en otros. Tampoco induce calidad: los usuarios más pobres terminan enfrentando largas distancias, falta de insumos y cobros adicionales. En un país desigual, esa fórmula solo profundiza la brecha.
Las decisiones recientes lo confirman. La Resolución 1789 entrega a las secretarías territoriales la facultad de armar redes y fijar tarifas, favoreciendo a quienes ya tienen músculo político o infraestructura instalada. Los municipios con mayores carencias quedarán relegados. El Decreto 0858, al reducir el papel de las EPS rebautizadas como Gestoras de Riesgo, minimiza el aseguramiento como mecanismo de gestión y protección. Ambos instrumentos, sumados al anteproyecto, terminan configurando un sistema desequilibrado: prestadores dependientes de asignaciones históricas, sin incentivos para responder al paciente.
Las consecuencias prácticas serían graves. La inequidad se ampliaría: campesinos, indígenas, afrocolombianos, migrantes, mujeres cabeza de hogar y adultos mayores sin pensión, tendrían menos garantías de acceso. La reducción de la pobreza monetaria y multidimensional se estancaría, pues los hogares volverían a quedar expuestos al empobrecimiento por enfermedad.
El modelo colombiano ha avanzado porque, aunque imperfecto, combinó aseguramiento universal, subsidios focalizados a la demanda y responsabilidad financiera. Esa mezcla permitió ampliar cobertura, reducir inequidades y blindar a millones frente al riesgo de enfermar y empobrecer. Desmontarla no moderniza el sistema: lo desarticula.
La ley que se proponga debe, por tanto, fortalecer el subsidio a la demanda. Garantizar que cada persona, sin importar su ingreso o lugar de residencia, pueda acceder a la salud según su necesidad, sin barreras financieras y con calidad. El Decreto 0858 y la Resolución 1789 y el anteproyecto de ley de competencias territoriales pueden contener algunos objetivos válidos, pero no deben convertirse en coartadas para desmantelar la protección más efectiva que ha construido Colombia en décadas.
Desviar los recursos de la salud hacia el subsidio a la oferta, sin condiciones de equidad, transparencia y evaluación, no sería una reforma sino una regresión. Y ese regreso al pasado no es neutro: perpetuaría privilegios y reabriría desigualdades que ya habíamos superado.






