Editorial: no podemos olvidar

Augusto Galán Sarmiento MD. MPA
Director del Centro de Pensamiento Así Vamos en Salud
La pandemia de COVID-19 fue, sin duda, la prueba en salud más dura de nuestra generación. En esos meses de encierro y desasosiego se desnudó la vulnerabilidad de un país marcado por desigualdades persistentes y por un sistema de salud que, con todas sus fortalezas, no estaba preparado para la magnitud de la crisis. La enfermedad no solo se llevó vidas: también dejó en evidencia grietas de la política pública, precariedad del empleo en salud, fragilidad de los cuidados, atraso en la ciencia propia y dependencia de decisiones ajenas.
Las enseñanzas fueron contundentes. La primera: la salud pública no es un gasto, es un pilar de la seguridad nacional. No hay paz posible si no se asegura la vida. La segunda: la ciencia salva cuando se confía en ella, pero se convierte en un lujo inalcanzable cuando depende de intereses comerciales o geopolíticos. La tercera: la solidaridad entre ciudadanos, médicos y comunidades resultó ser más fuerte que las normas. En los días más oscuros, fueron la empatía y el cuidado los que mantuvieron a flote la esperanza.
El país respondió con logros notables. Se diseñó e implementó un plan de vacunación histórico, que aplicó 86 millones de dosis en menos de dos años. Se amplió la capacidad hospitalaria, se triplicaron las camas de UCI y se elaboraron consensos clínicos que guiaron la práctica médica con evidencia rigurosa. Estas acciones evitaron que la tragedia fuera aún mayor. El sistema, tantas veces cuestionado, mostró resiliencia y flexibilidad en medio del caos.
Pero también quedaron retos sin resolver. Los cierres escolares prolongados produjeron una generación marcada por pérdidas en aprendizaje y bienestar emocional. El programa PRASS, diseñado para rastrear y aislar, pudo haber sido más efectivo frente a la magnitud de la transmisión comunitaria. La desigualdad territorial limitó la efectividad de las medidas: mientras algunas ciudades lograban vacunar y rastrear con rapidez, en zonas rurales y apartadas la cobertura fue precaria. Y en lo global, Colombia fue testigo de una realidad amarga: las vacunas se atrasaron frente a los países de ingresos altos, demostrando debilidades de nuestra inserción en el sistema internacional.
De esas experiencias dio cuenta la investigación “Covid-19. Evidencia y lecciones para la post-pandemia y futuras epidemias” de la Universidad Javeriana, que recogió de manera rigurosa la vivencia de la pandemia en Colombia. Allí quedó plasmado que el país necesita sistemas de información integrados, instituciones más sólidas para la gestión del riesgo y una política de salud pública que no dependa de la coyuntura, sino que se construya como un pilar permanente del desarrollo. Este estudio, en muchos sentidos, es una invitación a no repetir los errores y a capitalizar los aprendizajes.
Hoy, frente a ese espejo, surge la pregunta inevitable: ¿nos estamos preparando para la próxima pandemia? El país tiene más práctica, pero aún no ha consolidado la vigilancia epidemiológica como un verdadero sistema interoperable y predictivo. Contamos con un talento humano probado en la adversidad, pero que sigue padeciendo la precarización laboral y la inequidad en su distribución. Disponemos de una memoria reciente de dolor, pero corremos el riesgo de que el olvido -ese mal endémico- erosione las lecciones aprendidas.
Aquí emerge el reto político del presente. Este gobierno no ha fortalecido la salud ni la protección social; al contrario, ha debilitado la institucionalidad que probó su capacidad en la pandemia. En lugar de construir sobre los aprendizajes, se desmontan los avances de tres décadas que permitieron cobertura universal, acceso a medicamentos esenciales y capacidad de respuesta frente a la emergencia. La apuesta de estatizar la gestión sin garantizar eficiencia ni continuidad ha introducido más incertidumbre en el sistema y ha distraído la energía institucional de lo verdaderamente esencial: prepararnos para la próxima amenaza.
El discurso oficial habla de transformación, pero en la práctica no ha habido inversión estratégica en salud pública, ni fortalecimiento del talento humano, ni modernización de la infraestructura digital que requiere un sistema de vigilancia del siglo XXI. Tampoco se ha consolidado una política de protección social que ampare a las familias más vulnerables cuando la enfermedad golpea. La pandemia demostró que la interdependencia entre salud y protección social es absoluta: sin ingresos mínimos, sin redes de cuidado, sin seguridad alimentaria, sin servicios públicos, las medidas sanitarias se vuelven ineficaces.
El país, entonces, enfrenta una disyuntiva; o se asume la preparación para futuras pandemias como una política de Estado, blindada de disputas ideológicas, o nos veremos avocados a la improvisación y la tragedia. No basta con recordar las cifras ni con honrar la memoria de quienes murieron. La verdadera lección es que la próxima pandemia -que sin duda llegará- nos encontrará más débiles si seguimos erosionando el sistema que con grandes esfuerzos resistió la última.
La pandemia nos enseñó que el cuidado es un acto colectivo y que la ciencia es la brújula que orienta en medio de la tormenta. Hoy, sin embargo, el país parece caminar sin norte y sin propósito común. Aún estamos a tiempo de rectificar. Pero la ventana se cierra rápidamente, y la historia, lo sabemos, no suele perdonar a quienes olvidan demasiado pronto.






