Editorial: Castillos de papel

Augusto Galán Sarmiento MD. MPA
Director del Centro de Pensamiento Así Vamos en Salud
La reforma a la salud avanza en el Congreso mientras el Gobierno presenta, una vez más, un concepto favorable de impacto fiscal. El radicado del Ministerio de Hacienda, fechado el 20 de agosto de 2025, pretende dar tranquilidad a senadores y a la opinión pública: asegura que la sostenibilidad está garantizada y que las finanzas del sistema podrán soportar el nuevo modelo. Pero basta una lectura atenta para advertir que las cuentas no cuadran.
Las fuentes de financiación que se muestran como novedosas no lo son. El cien por ciento de los llamados “impuestos saludables” y el medio punto del IVA social ya estaban comprometidos en el Presupuesto General de la Nación. Son recursos previamente contabilizados, ahora presentados como aportes frescos.
Las proyecciones se levantan sobre supuestos, no sobre hechos. No existe aún presupuesto definido para la vigencia 2026, el año en el que la reforma se pondría en marcha. El balance depende de trayectorias fiscales que, además, fueron objeto de reparo por parte del Comité Autónomo de la Regla Fiscal (CARF). Este organismo cuestionó la modificación del plan fiscal de 2026 apenas un mes después de publicarse el Marco Fiscal de Mediano Plazo, lo que refleja -según su propio concepto- problemas graves de planeación fiscal. Si el gasto público no tiene un soporte claro, menos aún lo tiene la financiación de una reforma que exige recursos permanentes y crecientes.
El panorama se vuelve aún más incierto cuando se recuerda que el Gobierno proyecta una ley de financiamiento por 26,3 billones de pesos para sostener el presupuesto, con ingresos tributarios muy por debajo de lo inicialmente esperado. ¿Cómo puede sostenerse, en medio de semejante estrechez fiscal, la promesa de una reforma estructural en salud?
El Gobierno anuncia que pagará las deudas con hospitales y trabajadores. Sin embargo, las fuentes son insuficientes y precarias: un porcentaje temporal del FOSFEC, saldos de cuentas maestras, excedentes de aportes patronales de hace décadas, sobrantes menores en rubros dispersos. Ninguno de estos mecanismos constituye una estrategia sólida de saneamiento. La Contraloría ha señalado que el pasivo total del sistema asciende a 32 billones. ¿Cómo se pretende aliviar una hemorragia con una “curita”?
El radicado del Ministerio incluso supone que desde el primer año de implementación habrá superávit en la relación ingresos-gastos. Tal afirmación desconoce la historia financiera del sistema de salud, caracterizada por déficits estructurales y acumulación de deudas. Presentar equilibrio inmediato es más un acto de fe que un cálculo riguroso. Y esa fe descansa, además, en el supuesto de que el recaudo por cotizaciones seguirá creciendo, sin contemplar el impacto de la reforma laboral recientemente aprobada sobre la formalidad y el empleo. No hay un análisis de sensibilidad frente a este riesgo, cuando el empleo formal es el verdadero motor de los aportes.
Tampoco se aclara con rigor la manera en que una mayor inversión en Atención Primaria reducirá los gastos en mediana y alta complejidad. Se da por sentado que las eficiencias de la APS se trasladarán automáticamente a otros niveles de atención, pero no se demuestra cómo, en el contexto del perfil epidemiológico colombiano, esa ecuación funcionará. Al contrario, el perfil demográfico y epidemiológico pueden presionar aún más el gasto hospitalario y en medicamentos.
Persisten, además, vacíos de cálculo en rubros cruciales: el fortalecimiento institucional de la ADRES, el Invima y la red pública hospitalaria; la financiación de determinantes sociales de la salud; la creación de fondos para infraestructura y dotación; y la formalización laboral del talento humano. Todos aparecen como compromisos loables, pero sin soporte financiero cierto.
Incluso en la definición de la Unidad de Pago por Capitación se advierte un riesgo: la separación de la prima entre Atención Primaria y mediana y alta complejidad podría generar rigideces y fricciones que afecten la protección individual de los pacientes. No es menor el peligro de un diseño técnico inadecuado que termine priorizando a unos grupos poblacionales sobre otros, en función de patologías o territorios.
A ello se suma un elemento de opacidad: la reforma menciona un régimen tarifario para el pago a los prestadores, pero no es claro si fue incorporado en las proyecciones de gasto. Si no lo fue, los cálculos carecen de confiabilidad; si lo fue, el Gobierno debería publicar la estimación y mostrar su impacto.
Reformar la salud sin pagar la deuda es caminar sobre arena. El país necesita un plan serio, sostenible y transparente de financiación. Lo primero, antes de anunciar cambios institucionales de gran calado, es saldar lo que se debe a hospitales, médicos, enfermeras y proveedores. Lo segundo, garantizar que cualquier nueva obligación tenga un respaldo real en el presupuesto nacional. Lo tercero, dejar de presentar como fuentes frescas lo que ya estaba contabilizado.






