Editorial: salud mental, desinformación y violencia
Augusto Galán Sarmiento MD. MPA
Director Centro de Pensamiento Así Vamos en Salud
La propagación maliciosa de la desinformación y la violencia verbal en el ámbito político no son fenómenos aislados ni carentes de consecuencias. Para este artículo hicimos una revisión de la literatura y conversamos con expertos sobre hallazgos académicos de psicología, criminología y psiquiatría.
La literatura sobre ¨fake news¨ ha explorado principalmente rasgos de personalidad que predisponen a la creación y diseminación de desinformación maliciosa, que no encuentra un enlace claro con trastornos mentales clínicos. Paulhus y Williams (2002) describieron la ¨Tríada Oscura¨ -narcisismo, maquiavelismo y psicopatía- como factores que incrementan la propensión a manipular información en beneficio propio. Otros estudios (Moss y O’Connor, 2020) han mostrado que estos rasgos no son neutros en el ámbito político y se correlacionan con el desprecio por las normas democráticas, la aprobación de discursos autoritarios y una mayor tolerancia o apoyo a la violencia política.
Quienes obtienen gratificación de la atención pública o buscan socavar la confianza en las instituciones puntúan alto en esos rasgos, pero ello no equivale a un diagnóstico psiquiátrico formal, pues se ubican dentro del rango normal de la variabilidad de la personalidad de acuerdo con un metaanálisis (Jones et al., 2020). Sin embargo, esta prevalencia de rasgos contrarios a la empatía y de tendencia manipuladora refuerza un patrón de conducta que, aun sin constituir patología, favorece la difusión maliciosa de mentiras y medias verdades.
La evidencia clínica directa sobre trastornos psicóticos, afectivos o de control de impulsos en estos emisores es escasa, pues la mayoría de los estudios utiliza cuestionarios de personalidad más que evaluaciones psiquiátricas. En consecuencia, no existe respaldo para afirmar que quienes difunden desinformación maliciosa padezcan condiciones mentales ¨anómalas” en su sentido clínico, sino más bien una configuración de rasgos que facilitan la deshonestidad y la falta de remordimiento.
La retórica agresiva en la arena política -insultos, descalificaciones y amenazas- no solo polariza a la sociedad, sino que activa respuestas de amenaza en el cerebro de los oyentes. Estudios de neurociencia sugieren que la exposición constante a mensajes hostiles eleva niveles de cortisol y mantiene un estado de hipervigilancia, incrementando síntomas de ansiedad, insomnio y dificultad de concentración (Furnas et al., 2021).
Además, la violencia verbal erosiona la confianza interpersonal e institucional. Cuando el lenguaje público legitima la desconfianza y el miedo, se socava el capital social. Las personas tienden a aislarse, perdiendo redes de apoyo que son fundamentales para la resiliencia ante el estrés (Putnam, 2000). En contextos de alto conflicto político, encuestas post-electorales identifican cuadros de depresión leve y síntomas somáticos en porcentajes que superan el 30% de la población (Teen Vogue Research, 2024), lo que demuestra que el discurso agresivo deja secuelas reales en el bienestar psicológico de la ciudadanía.
La agresión verbal puede funcionar como un “gatillo” para la violencia física a través de varios mecanismos. Infante y Wigley (1986) demostraron que la agresión verbal intensifica la hostilidad y, de no mediar intervención, suele derivar en ataques corporales contra el agresor o terceros. En el ámbito escolar, reportes de Effective School Solutions (2024) indican que más del 40 % de los episodios de violencia física tienen como antecedente inmediato insultos o amenazas verbales no sancionadas.
En el mundo laboral, una revisión en la región del Mediterráneo Oriental encontró que donde no era atendida la violencia verbal contra personal sanitario, el riesgo de agresión física subsecuente aumentaba en un 25 % (Onal et al., 2023). Estos hallazgos subrayan la necesidad de políticas preventivas. La continuidad entre agresión verbal y física no es sólo estadística, sino un fenómeno psicosocial que emerge cuando se normaliza el lenguaje hostil y se minimizan sus efectos.
Entre las recomendaciones que existen para controlar estas situaciones se encuentran:
La implementación de sistemas de reporte inmediato de agresiones verbales en ámbitos escolares, laborales y digitales, con sanciones proporcionales y seguimiento psicológico a las víctimas y agresores.
La integración en currículos y formaciones corporativas de habilidades de regulación emocional y crítica de contenidos, de modo que las personas identifiquen y resistan tanto la desinformación como la agresividad verbal.
La exigencia a dirigentes, partidos políticos, portavoces y plataformas digitales al apego a normativas que penalicen el lenguaje ofensivo, acompañadas de advertencias contextuales y enlaces a fuentes oficiales.
La creación de espacios de escucha activa y asesoría psicosocial en municipios y ciudades, especialmente tras períodos pre y post electorales o eventos de alta tensión, para ofrecer recursos de afrontamiento y prevención de episodios de violencia.
La promoción de estudios clínicos que evalúen funciones cerebrales y estados mentales de emisores frecuentes de desinformación, así como ensayos controlados sobre el impacto de la violencia verbal en distintas poblaciones.
Ni la desinformación maliciosa ni la agresión verbal son conductas inocuas. Ambas se asientan en rasgos de personalidad y procesos cognitivos que, sin un abordaje integral, pueden minar la salud mental individual y colectiva, y desembocar en violencia física. Un enfoque coordinado, que combine regulación, educación y soporte psicológico, resulta indispensable para romper el ciclo destructivo del engaño y la agresión, y proteger así el bienestar de nuestra sociedad.